No me imagino una vida de más engaños que la que llevo yo. Me pregunto, quién es peor, yo por mentir o ellos por pagar para que les mienta. No es mi intención parafrasear a la monja, pero parece ser que, desde hace tres siglos, nada ha cambiado dentro de las mentes y los pantalones de mis amados hombres; desean verdades a medias y desnudos enteros. ¿Qué puedo hacer yo? Me he enseñado a ser excelente en mi trabajo.
En uno de esos andares de chica con moral distraída, conocí a un funcionario más; parecía bastante recto, aunque bueno, así son ellos, me imagino que les darán una clase de actuación o un adoctrinamiento por el estilo.
Recuerdo que me contacto por medio de alguien más, un atrevido que no tuvo reparos en darle mi número celular (al menos no necesito imprimir tarjetas de trabajo por que me hacen publicidad gratis). Quedamos en un encuentro bastante discreto (si, aunque escriba todo y no lo parezca, la discreción es una virtud muy redituable en mi oficio), es uno de esos hoteles donde te da miedo tocar las puertas sin protección; con luces rojas como de congal abandonado y películas porno en todos los canales, esos lugares recoletos y desolados, donde parece que se nos pegará el sida con solo respirar.
Me preguntaba mi amiga cómo es el primer minuto en la intimidad, ese instante en donde la puerta se cierra con un chirrido promisorio, y me deja a mí a solas con alguien que, las más de las veces, sólo busca mis partes superficiales y vacías (ustedes saben). Bueno, desmitificaré algo: ese minuto es nada… no existe pudor, o miradas cómplices, ni siquiera el silencio embarazoso de las grades ocasiones. Siempre nos saltamos el preámbulo y término con unas manos ciegas que buscan lo que no van a poder hallar.
En el caso del funcionariorecto, nada fue diferente (tranquilos lectores, ya llegará el día que les cuente algo exótico, como el caso del ner kamasútrico o la señora que explora). Desearía decir que fue bueno, pero no, se limitó a manosearme con desesperación, sotar con descuido su ropa, como quien dilapida el dinero del erario, penetrarme y hacer las cosas grises y aburridas que haría alguien de corbata e impotencia funcional burocrática.
Ya saben, sólo era un hombre que necesitaba oír gemidos de alguien sexy (y no quejas de lideresas priístas), un pobre diablo que apuntaló su autoestima y hombría en las falacias de esta Violetta. Creo que esos son los peores y duran con congruencia en la cabeza como duran de amantes en la cama… al parecer tardé más yo en quitarme el sostén, que él en comenzar a jadear y estallar, cosa de unos cinco minutos. Y después el momento decisivo: el momento en que debo hacer uso de mi habilidad para mentir (dicen que se demuestra la inteligencia de un niño si aprende a decir mentiras antes de los tres años, en mi caso, hago gala de ella al mentir justo en el instante oportuno). Hay que decir que fue maravilloso, que nunca sentimos nada igual, hay que sacar a relucir el tema del mítico pene del millón, ya saben, alimentar el ego. Amén. Mi funcionariorecto quedó satisfecho y yo me condené una vez más (pero ahora por perjura).
Creo que no existe nada recto en esta vida, y sólo es posible una pregunta: “¿juegas?”.
La gente se la pasa mintiendo, viviendo, mintiendo. Yo lo hago todo el tiempo; les miento a ellos y ellos a mí. Se mienten a si mismos y a sus parejas. ¿Cómo vivirán sus mujeres, esposas de estos hombres, con carteras llenas y piernas vacías…?
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