jueves, 20 de enero de 2011

FARISEO

No me gusta echar en cara las faltas de las personas. Cuando lo hago me siento cómo un predicador loco y desarrapado que grita en el desierto
Tan pronto uno se pone a ver de qué pie cojean los demás o cómo cogen los demás, se convierte en guillotina de sus prójimos. Pero esta vez dejaré mis convicciones, porque el prójimo se puso “de pechito” para ser criticado.
Desde el día en que me conocen, lectores y clientes míos, saben que yo no soy una pieza que encaje bien en el rompecabezas moral de Saltillo; me muevo entre la clandestinidad y desde allí les mando mis mensajes. Es verdad, nunca he sido una santa, pero por lo menos jamás he pretendido serlo. ¿A qué viene toda esta antiapología? Bueno, al hecho de que hoy quiero contarles sobre un fariseo moderno que una vez me tocó.
Mi nuevo amiguito, hijo bastardo de Frollo, era un señor respetable, de apellido respetable y palabra insegura; decía más mentiras que yo, y eso ya es mucho. En mí halló placer, sexo y… polémica. Este increíble personaje me citó para verlo, y yo, creyendo que se trataba de un calenturiento más, me apresté a cumplir con mi deber. Lo reconocí de lejos y me asombró verlo con una Biblia en la mano; venía de alguna de esas reuniones donde gritan, lloran y adoran a Jesús (¿sabían que las dos palabras mas pronunciadas por el hombre son coca-cola y Dios? Menos mal que los dos quitan la sed… sólo que Dios tiene la mala costumbre de quitarla con diluvios.) Bueno, El Fariseo abrió la cajuela del auto y sin más, sepultó allí la Biblia (con todo y su Levítico que dice, textual: “18:20 Además, no tendrás acto carnal con la mujer de tu prójimo, contaminándote con ella.” Y el incómodo sexto mandamiento) y todos sus prejuicios. Esa tarde adoptó la cartera como nuevo sacramento; claro, tenía que pagar y lavar sus pecados.
Llegamos al hotel más próximo, mientras él me contaba que era la “primera vez” que hacía esto. ¿Aja? Me despojó de la ropa como un niño que le quita la envoltura a un regalo; tal desesperación llegó a molestarme, pero más aún la mentira mil veces oída de “podría enamorarme de ti” (si me pagaran por cada hombre que me dice eso, sería rica además de presuntuosa) y ya saben, ocurrió lo inevitable en mi trabajo: ¡duró tan poco el encanto!
Hablamos de muchas cosas (ya que nos sobraba tiempo, de tan poco que usó en el servicio). Platicamos de religión, claro está. Y como siempre hubo discusión: que si Dios quiere esto, que si Dios prohíbe aquello (algo cínico hablar de Dios, si uno está encueradito, como sus ángeles). Jamás nos pusimos de acuerdo debido a que yo creo que Dios prohíbe el sexo porque no pudo probarlo con la Virgen María (¡Ya siento retumbar las campanas de la Catedral sobre mi cabeza!) y él cree en lo que le dicen (cree, no hace).
Seguimos con la charla, y comentó algo que, bueno, me ofendió en nombre de su pobre esposa: “mi mujer es frígida y creo que también del cerebro”…Violetta no odia a los hombres, Violetta no desprecia a los hombres… pero ¡cómo se me da esto de arañarlos!
Inmediatamente se me rebeló el instinto de género y le dije al Fariseo mil cosas que lo ofendieron y casi terminó haciendo el signo de la cruz para conjurar a la Lillith en que me convertí. Pueden suponer que el servicio acabó mal, pero estarían en un error. Él regresó. Para esta clase de hombres, ese es justamente mi encanto; puedo contradecirlos cuanto quiera, y aún insultarlos, que ellos siempre ponen la otra mejilla.

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